domingo, 8 de febrero de 2015

R. L. STEVENSON: LA ISLA DEL TESORO





3. La isla del tesoro, serie animada, capítulo 26: "Vuela Flint: puedes hacerlo".




4. Fragmento: 


Por la ladera del monte, que era escarpada y pedregosa, resbalar, de pronto, una avalancha de pequeños guijarros, rebotando hasta caer en mis plantas. Alcé los ojos en esa dirección y divisé un raro bulto que se escondía detrás del tronco de un pino. ¿Qué podía ser? ¿Sería un oso, un salvaje, un mono? No podía decirlo; sólo me daba cuenta de que era una forma negra, poderosa y velluda. El terror me dejó clavado en el suelo.

Entonces me sentí completamente cercado: a mis espaldas tenía la cuadrilla de asesinos y, enfrente, el animal misterioso que me acechaba detrás de aquel tronco. ¿Qué hacer? Al momento me pareció que el peligro conocido era mucho más preferible que el incierto e ignorado, pues ni el mismo Silver resultaba tan espantoso como aquel ser montaraz y salvaje. Di media vuelta al instante, y retrocedí hacia la orilla, echando de cuando en cuando  una ojeada a mi espalda.
La extraña figura reapareció enseguida, y se puso a dar un gran rodeo en torno mío, como si quisiera cortarme la retirada. Yo estaba rendido, exhausto; pero, aunque hubiese sido todo lo contrario, al punto me di cuenta de que era imposible competir en ligereza con semejante rival. El bulto parecía volar entre los árboles, con la rapidez de un ciervo; pero corría con sus dos piernas nada más, exactamente como un ser humano, aunque encogido y agachado como jamás lo había visto yo en mi vida. Sin embargo, ya no me cupo la menor duda: era un hombre.
Entonces me acordé de lo que había oído contar sobre los caníbales, y se me segaron las piernas. Estuve a punto de gritar, pidiendo auxilio; mas el hecho de que mi perseguidor fuese un hombre –un salvaje, sin duda, pero hombre al fin-, me tranquilizaba un tanto y hacía que mi horror de Silver renaciera paulatinamente. Y así andaba, corriendo y dudando, cuando me asaltó el recuerdo de la pistola que llevaba conmigo. Al sentir que no me hallaba por completo indefenso se me reanimó el corazón: detuve la carrera, di la cara al misterioso habitante de la isla y me dirigí resueltamente a su encuentro.
                                               R. L. Stevenson, La isla del tesoro.


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